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Parte de casa

Aquí viven tres locas. O cuatro, si se cuenta a la que estará escribiendo en este espacio a costa de las tres que pagan la renta. 


Donceles, la calle en pleno centro de la Ciudad de México, fue sede —a inicio de la década de 1920— de los placeres carnales de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Gustavo Villa, entonces pareja del segundo. El primero de los tres, y loca mayor, estaba rozando la primera veintena de su vida y tenía mucha experiencia sexual. Le decían El Venadito, por alto y delgado, y se negaba a tener un amante fijo, prefería, como escribió en La estatua de sal, estar “libre y suelto”. Su hogar era aún la casa familiar por lo que ese estudio, en la esquina de Donceles y Argentina, era lo más cercano a “un hogar propio”. Uno decorado con el estilo mexicanista tan en boga por entonces, y que se tradujo, entre otras cosas, en que una jícara pequeña fuera el recipiente de la vaselina usada en los ritos venéreos que ocupaban casi por completo la agenda de las “chicas de Donceles”. 


Este año es de grandes aniversarios en torno a la loca mayor de Donceles. Se cumplieron 50 años de la muerte de Salvador Novo el pasado 13 de enero y celebraremos 120 años de su nacimiento el próximo 30 de julio. Además, este año alcanza su primer centenario uno de sus retratos más conocidos, El Taxi, que se encuentra en el acervo del Museo Nacional de Arte (Munal), es decir, apenas a unas cuadras del estudio en el que tantos placeres vivió el retratado.


La figura de Novo es una constante y un referente para el siglo XX mexicano, sin embargo, el tratamiento dado oscila entre la dilución y la excepción. Lo primero porque se ha dicho que tiene un “humor colorido” como eufemismo para su evidente y declarada homosexualidad, y lo segundo porque cuando esta se reconoce se le presenta como una gran anomalía y no como lo que fue: el más visible de todos los heterodisidentes que formaron parte de la vida cultural a inicio del siglo XX en la capital del país.  





Es necesario pagar la deuda que se tiene con Novo y con todos sus cofrades menos desclosetados: reconocer su sexualidad. Ante la creciente ola de la ultraderecha que pone en riesgo, cada vez más evidente, las conquistas de la sexodiversidad, se vuelve fundamental proclamar desde todos los frentes, incluidos el académico y el cultural, que la heterosexualidad no es la única forma válida de amar y gozar, y que se conoce, reconoce y celebra el hecho de que los anaqueles de las bibliotecas y las salas de los museos han dado cobijo, durante décadas, a obras realizadas por personas que rompieron las normas y doblegaron, en diferente grado, los mandatos del binarismo sexual y de expresión de género. 


El retrato de Novo en el taxi, realizado por un pincel marcado también por la heterodisidencia, lo presenta evidenciando lo que fue una constante en su vida: jugar con su aspecto para, ubicándose en la frontera entre lo femenino y lo masculino, presentarse como más deseable, como más coqueto. 


La bata azul de terciopelo, las uñas manicuradas, las cejas depiladas, el rojo de sus labios, la mirada desdeñosa, el cordón entre azul y dorado que a duras penas lo mantiene cubierto en ese taxi amplio y a la vez pequeño como para servir de alcoba, dan testimonio de esa androginización deliberada con la que el poeta, de veinte años de edad en 1924, llamaba la atención de sus posibles víctimas/victimarios. Víctimas de la seducción performada, victimarios por ser ellos (choferes, cadetes, luchadores, boxeadores, y un largo etcétera, siempre y cuando hubiera juventud y músculos) quienes blandían la daga con la que el joven Salvador gozaba una y otra vez las espesas mieles de la muerte chiquita. 





Manuel Rodríguez Lozano, artífice de ese retrato, oda al cruising, seguramente atestiguó el modus operandi de su entonces compañero de andanzas y cuasiamigo, y más que una reinvención del retratado se puede encontrar en esa pieza una evidenciación de su esencia ligadora y una remembranza de lo vivido, de lo atestiguado. Es por esto factible ver al retrato como a un documento histórico que nos revela no solo una biografía sino una de las coordenadas (San Juan de Letrán bajo el reloj de Correos) de la vida nocturna que cobijó a las locas y propició sus encuentros pese a la diferencia de códigos postales. Ese espacio, mostrado por la ventanilla del taxi, se convirtió así en zona de excepción y de posibilidad. Además de ser el espacio contenedor del ahora mítico estudio de Donceles a donde el joven de la bata azul podía, si le apetecía, llevar a sus conquistas para acabarse la vaselina de la nacionalista jícara del gozo. 


Tales andanzas, todos esos ligues, son tan importantes para la historia de la cultura nacional como los matrimonios fallidos, los hijos abandonados y las infidelidades de Diego Rivera, pues la vida personal, íntima, de cualquier creador no puede separarse perentoriamente de su creación. El sentimiento influye a la creación, lo negado la marca, la decepción la potencia, los ligues la elevan. Tan no se puede ser heterosexual separadamente de ser pintor, escultor, escritor, poeta o cronista, como sería imposible escindir la homosexualidad de tales esferas de la existencia. Más difícil aún es separar la jotería, la loquitud (si se permite el neologismo), de una obra tan evidentemente atravesada por la subjetividad de filias y fobias como es la de Salvador Novo. Decidir continuar ese soslayo es quedarse a medias, bidimensionalizar la tridimensionalidad de una vida tan llena de claroscuros y contradicciones. 


El joven que caminó el centro de los centros y plantó bandera en él, demanda hoy su Return Ticket a la primacía de la que gozó cuando fue funcionario, cronista, restaurantero, figura televisiva y amigo de presidentes. Esa marginalidad en el centro, declarada por Carlos Monsiváis, debe reconocerse como múltiple pues solo pagando la deuda con esas céntricas marginalidades será posible proclamar una nueva grandeza mexicana. 

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