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Foto del escritorIgnacio Torres

Rodriguezlozaneados

Actualizado: 1 ago

Estamos ante un profesional de la seducción. Más valía cerrar los ojos y dar la media vuelta para evitar el embrujo que la mirada confirmaría. Pero es demasiado tarde. Seducidos ya por la obra y la gracia y la guapeza —como decía María Félix— de Manuel Rodríguez Lozano es mejor entregarse a él, al hacer de sus manos, y gozar de un placer exquisitamente doloroso: el de mirarnos en sus cuadros no para conocer a otros o a él, sino a nosotros mismos. 


La última gran exposición dedicada por entero a Rodríguez Lozano data de 2011. Las salas del Museo Nacional de Arte (Munal) en la Ciudad de México, dieron cabida a una obra tan compleja como la vida de su creador, y mostraron al público a esa figura latente, bellamente latente, de la plástica nacional. 


Titulada Pensamiento y Pintura, como el libro que publicara el artista en 1960, la muestra permitió encontrarse de frente con el que ha sido llamado “el pintor de tempestades”, “el destructor de instituciones”. Y sí, Rodríguez Lozano fue terrible, pero no mucho más que cualquier otro artista con el que haya coexistido. No olvidemos la negligencia que, en general, mostró Diego Rivera respecto de su descendencia, o la evidente misoginia tanto de él como de José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Y no, no se trata de señalar las culpas de otros para relativizar las que atañen al que en este caso nos interesa, la idea es complejizar de verdad a figuras humanas que, por suerte o casualidad, son ahora referentes del arte nacional. En cada uno de estos podemos encontrar hechos, dichos y acciones que no se ajustan a los valores que hoy nos rigen… ¿qué hacer entonces? 



No me creo eso de “separar la obra del artista” porque, más que alejar lo “bueno” que hizo para reconocer los yerros del artista en cuestión, se trata —me parece— de una maniobra de autoengaño para firmemente creer que nuestro consumo (artístico en este caso) es totalmente ético e incuestionable. Considero que lo mejor, y esto lo hago con Rodríguez Lozano, es reconocer y aceptar al creador en su totalidad —blanco, negro, todos los grises y el resto de la paleta de color— para responsabilizarse de ese consumo que, por añadidura, parece que nos resta ética y abre la puerta al cuestionamiento. Lo importante es tener claridad al respecto para poder argumentar, ante la inminente pregunta, el porqué de la elección. Pintores, escritores, cronistas y poetas no son santos (¡qué bueno!), debemos recordarlo siempre. Nada más lejano de la hagiografía que el estudio de sus vidas. 


Volvamos al 2011. Manuel Rodríguez Lozano resurgía de la penumbra en que se encontraba desde 1998, cuando en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México, se había realizado otra retrospectiva titulada Una Revisión Finisecular. Así, pasado el fin de siglo el pintor se mostró nuevamente al pueblo mexicano, ese pueblo del que tanto habló cuando lo entrevistaron en las décadas de 1940 y 1950. Decía hablar igual que ese pueblo y haber compartido con él tanto en los lugares más festivos como en los de pena, tristeza y desesperanza. Es necesario preguntarse, en ese año, a cuatro décadas de su muerte (27 de marzo de 1971), ¿qué tanto quedaba de ese vínculo? Hacía mucho que su mural, La piedad en el desierto, ya no estaba en la cárcel de Lecumberri; hacía otro tanto que su nombre había quedado en los linderos de la historiografía del arte moderno nacional. Presencia latente a mencionarse en un par de líneas. ¿En qué estado se encontraba entonces esa relación entre artista y pueblo?


Hace trece años de esa gran exposición —mucho y poco a la vez— y no es posible responder a la pregunta anterior porque todo ha cambiado (y cambia) a tal velocidad que resulta casi impensable el detenerse, como lo hizo Rodríguez Lozano, a preguntarse por la constitución del alma mexicana. El siglo XX avanzaba, modernizándolo todo, pero ese cuestionamiento seguía resonando y demandando una repuesta. ¿Qué es lo mexicano? Hoy el avance es irrefrenable y la posibilidad de dar una respuesta se quedó muy atrás. Sin embargo, podemos encontrar en los lienzos y murales del artista que aquí nos ocupa, una parte de la largamente esperada contestación. Su idea de lo mexicano, de los mexicanos, se encuentra en la cotidianidad de estos últimos —citadinos o no— y en el análisis interno que puedan hacer de todo eso que les pasa, acontecimientos grandes o pequeños que les dan forma. Así, contemplar la obra de Rodríguez Lozano es encontrarse con lo que él captó de esa alma nacional: femenina, incansable, consoladora y resiliente.  



En una carta entre Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia se dijo por primera vez el verbo Rodriguezlozanear que se refiere a la acción de obtenerlo todo sin dar nada a cambio. Esto en referencia a la relación que tuvo el pintor con Antonieta Rivas Mercado. Hoy propongo una nueva acepción, ya prefigurada en el título de este texto: rodriguezlozanear es seducir, y ahora en varios museos de la Ciudad de México se puede confirmar tal acción, por ejemplo:


En el MAM, gracias a la exposición sobre Abraham Ángel (que está por terminar); en el Munal, gracias a obras de Rodríguez Lozano que van desde la década de 1920 hasta la de 1940; en el Foro Valparaíso (Venustiano Carranza no. 60) donde se encuentra su grandioso lienzo titulado El Cainismo; en el Museo del Palacio de Bellas Artes, donde está ahora su mural La Piedad en el Desierto; o en Isabel la Católica no. 30, donde se encuentra su segundo gran mural de 1945 titulado Holocausto


Encontrarnos de frente con él, con su obra, abona a la respuesta (una que solo puede ser multitudinaria y diversa en todo sentido) largamente esperada sobre nuestra constitución como mexicanos. Opciones hay, lo único que falta es decidirse a ser rodriguezlozaneado y disfrutarlo. 

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