El pescador que casi naufraga
- Ignacio Torres

- 13 oct
- 5 Min. de lectura
El 13 de octubre de 1968 terminó el viaje terrenal de Roberto Montenegro. Ese día, cuando se encontraba entre Pátzcuaro y Morelia, escuchó el primer llamado del tren que lo llevaría a la fama eterna. Descendió en la capital de Michoacán para alcanzar la locomotora que anunciaba el inicio de un recorrido que no terminaría jamás. Han pasado 57 años desde ese momento y Montenegro, liberado ya de atavismos de clase y género es una figura ineludible no solo para la plástica nacional y mundial, sino también para el impenitente santoral de la comunidad no heterosexual.
Sus andanzas fueron casi tantas como su vasta obra y en ese constante recorrido por el mundo —tanto el físico como el que creó en sus lienzos— encontró las miles de referencias que necesitaba para nutrir su mirada de artista y nutrir nuestros ojos ávidos de arte y belleza. De su arte, de su belleza.
Fugitivo de Jalisco, como muchos otros hombres sensibles (quizá demasiado), supo que era fuera del terruño donde podría florecer, que eran otros cielos los que debía surcar para desplegar las alas al máximo. La primera parada fue la Ciudad de México, ahí, en el centro de los centros reforzó su formación académica y luego de una lucha que desataría una enemistad latente para el resto de su vida, se fue becado a Francia. Alumno del maestro Fabrés, el pintor lo recordaría en sus memorias tituladas Planos en el tiempo. Los dos mejores trabajos fueron el de él y el de Diego Rivera —el favorito de Fabrés—:
“Fue aquello un conflicto para la Secretaría de Educación Pública, pues por entonces carecía de los medios suficientes para mandar a dos pensionados a París. Así es que don Justo [Sierra], de acuerdo con Fabrés y en presencia de Ezequiel Chávez, Luis G. Urbina y Diego Rivera, acordó lanzar una moneda al viento: quien sacara el águila iría a Europa primero y el segundo partiría seis meses después. Yo me saqué el águila”.

Roberto Montenegro retratado en Mallorca (detalle). Imagen del Archivo CEHM-Carso.
Aunque el orden en el turno de viaje podría descartarse como una trivialidad, esto se reviste de importancia no solo por lo pintoresco de la anécdota sino porque resultó en el primer paso rumbo a un encuentro que marcaría no solo la vida y las memorias de Montenegro sino también su forma de representar la belleza masculina y el deseo que se detona al verla directamente a los ojos.
El viaje a Europa fue lo que se esperaba hasta que estalló la Revolución mexicana y los becarios del régimen porfirista fueron tratados en la prensa nacional de vividores. Sorteado esto y lograda la manutención, sobrevino el siguiente escollo: la Primera Guerra Mundial. Montenegro y muchos otros no europeos se refugiaron en la isla de Mallorca. Se instaló en el puerto de Pollensa con la idea de hacer una parada momentánea en su ruta a México, al final estuvo ahí durante cuatro años. En Planos en el tiempo escribió:
“En mis excursiones […] yo paseaba entre las rocas y enormes acantilados y descubría colonias de animales minúsculos, de estrellas rojas, de corales imponderables sobre fondos de líquenes violetas”. Al poco tiempo compró su propia barca “donde me pasaba horas enteras admirando ese mundo extraño, y veía entre los abismos azules surgir algún pez tornasol”. Esas excursiones cotidianas, dijo, “eran motivos constantes para pintar… para soñar”. Y quizá en una de ellas fue que conoció a Mateo, el protagonista de su famoso retrato titulado Pescador de Mallorca, que se puede admirar como parte de la colección permanente del Museo Nacional de Arte (Munal) en la Ciudad de México.

Roberto Montenegro (tercero desde la izquierda) en Mallorca. Imagen del Archivo CEHM-Carso.
Tan fascinante como el abismo azul del mar es la mirada oscura y altiva del pescador que, en un medio giro, se yergue ante quien lo mira como si acabara de ser sorprendido en ese lejano paraje de la isla. Las cejas perfectamente delineadas y arqueadas rematan la lectura valorativa que parece hacer el pescador. Consciente de su constitución corporal y de los agraciados rasgos de su rostro ─con la nariz afilada y los labios fruncidos─ ese hombre que trabaja se ha convertido en el objeto que desea quien lo pinta y quien lo ve. Pero ese objeto tiene agencia, parece valorar si aceptará o no el deseo del que es centro y punto focal. Aunque la ropa que lleva es holgada, se marca una espalda recta y fuerte que hace juego con la potencia de la mano con la que toma el plato sobre el que lleva los pescados. ¿La fortaleza dará paso a la suavidad y tomará la mano de quien se lo pide? ¿O será un puñetazo la respuesta? Para lo anterior no hay respuesta definitiva pero es posible conjeturar que Montenegro, acostumbrado a pintar del natural, quizá entre sesión y sesión para el retrato pudo conocer la constitución corporal que escondían las ropas de trabajo de Mateo.

Pescador de Mallorca (1915), acervo el Munal, Ciudad de México.
Ese posible testimonio de amor —fugaz o no tanto, ¿cómo saberlo?— entre hombres estuvo a punto de perderse. A inicio de la década de 1920 Montenegro regresó a México. Había terminado la Revolución, al menos eso parecía, y poco a poco trajo sus cosas desde Mallorca. En los primeros meses de 1921 recibió una mala noticia: parte de su equipaje se había mojado con agua de mar. De acuerdo con documentación que resguarda el Archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), los agentes aduaneros de la compañía Lloyd’s en Veracruz, informaron sobre tal avería al pintor. Una caja que contenía ocho óleos se rompió y mojó. Entre las piezas que contenía estaba el retrato al óleo entonces titulado como Mateo el negro, conocido hoy como Pescador de Mallorca. En el reporte se especificó: “Todos estos cuadros estaban mojados por agua de mar con la pintura resquebrajada y con pedazos de periódico adheridos a la pintura”. Otra caja con objetos variados como libros, dibujos y otras pinturas, se había mojado por completo y el daño era mayor: “Parte de ellos podridos y algunos aún útiles”.
El causinaufragio de Mateo se convirtió en un enredo burocrático que se extendió durante meses. Entre informes, valoraciones, solicitudes de autorización y de cobro de la póliza de seguro en Cádiz, España, Roberto Montenegro esperó, en su casa de Balderas No. 56, recibir la compensación económica que correspondía. Fue hasta mayo de 1922 que la compañía naviera le envió un cheque por 2 mil 500 pesetas como pago de la póliza que amparaba a las cajas que viajaban a su encuentro.
Pese al mal rato y la incertidumbre burocrática, Mateo el pescador sobrevivió al maltrato y es una obra que, pintada en 1915, suma ahora 110 años de existencia. Pescador y pintor se encuentran desde hace mucho en el éter de la eternidad, quizá ejerciendo apasionados el hallazgo fascinante que fue su coincidencia en Mallorca.
Muy lejos de aquella tierra y de aquel momento, Montenegro seguía en movimiento. Era 1968, la Olimpiada acababa de inaugurarse, seguían resonando los disparos del 2 de octubre y aunque el periodista Enrique F. Gual aseguró en Excélsior que el pintor había muerto en la fama, también es cierto que el impacto de su partida se diluyó entre la fiesta y la tragedia que coexistieron entonces. Se cumplen hoy 57 años de su muerte y es momento de revalorar su obra y su figura. Todo está listo para mirarlo en la mirada del pescador que legó a la posteridad, pues en la esfera de esos ojos hay, si sabemos verlo, un autorretrato de Montenegro.



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