top of page

Con S de soldadera

Hemos avanzado un año y un día en la eternidad de Silvia Pinal. Un año y un día que coincide con los resabios de la conmemoración 115 de otra eternidad, la de la Revolución mexicana. Esta última también es imperecedera porque así ha convenido desde que inició, primero como movimiento armado y luego transformada en proceso social que creaba instituciones, robustecía la democracia y mejoraba la vida… o al menos eso se decía sobre ella.


Lo anterior no fue un desvarío. Silvia Pinal y la revolución mistificada no solo compartieron el nacer, desarrollarse y existir a lo grande durante el siglo XX sino que estuvieron íntimamente ligadas. Y no lo digo por la afiliación, en 1991, de la actriz al Partido Revolucionario Institucional (PRI) —cuya militancia le reportó una diputación y una senaduría— sino al hecho de que, en cierto sentido, Silvia encarnó en el celuloide a esa entidad abstracta. Fue en 1967, bajo la dirección de José Bolaños, que interpretó a Lázara una joven mujer que por azares del destino termina convertida en soldadera. 


Fotograma de La soldadera, película dirigida por José Bolaños.
Fotograma de La soldadera, película dirigida por José Bolaños.

La peculiaridad de La soldadera —filme que toma el nombre y quizá la intención, del segmento que ya no pudo filmar Seguei Eisenstein para su Que viva México!— es que la centralidad de la trama está precisamente en las mujeres que hicieron la revolución y, para particularizar aún más, en las que, forzadas o no tanto, tomaron las armas. Ese no fue el único rol que tomaron las mujeres durante los diez (y varios más) años de lucha armada a inicio del siglo XX, también hubo propagandistas, espías y feministas, sin embargo, la narrativa idealizante y reduccionista de ese periodo histórico del país ha dado protagonismo a las soldaderas. Esto pese a que, en su momento, había un cierto señalamiento de indecencia y vulgaridad respecto de ellas. En la ya señalada idealización, sin embargo, las soldaderas fueron un elemento fundamental y supuestamente convencido de la marcha y la lucha, voluntariamente dejaron sus hogares, tomaron sus canastas y metates, se cruzaron las cananas y se consagraron a mantener algún viso de cotidianidad doméstica entre la tropa. Además, el amor de sus hombres era el único pago esperado por sus labores como cocineras y enfermeras. Ese era el discurso oficial y tal cual lo puso de manifiesto el cine mexicano en películas como La cucaracha (1959) y Enamorada (1946), ambas con María Félix como protagonista. En la primera ella es soldadera y amante del coronel que dirige la tropa, es llamada además rodadora, en eufemismo para prostituta; en la segunda es una niña rica de Cholula, Puebla, que termina subyugada por el amor y el arrojo de un militar que, tras conquistarla, logra llevársela con él. Hay en ambas la necesidad de la sumisión —voluntaria o conquistada con semicoacción— de lo femenino a lo masculino. En La soldadera, en cambio, no hay volición sino arrastre trágico. 


La historia de Lázara se nos presenta cuando acaba de casarse y su marido, por leva, debe integrarse al ejército federal para combatir al bando revolucionario. La novia se convierte instantáneamente en esposa de soldado y, con ello, en soldadera, un rol que ya no dejará. Los vaivenes políticos y bélicos se suceden en la película y la recién casada termina viuda pero al poco tiempo pasa a ser la pareja (forzada) de un militar que dice estar haciendo la revolución para lograr la igualdad de todos. Poco importa lo que él diga, lo que ellos digan o el bando al que decidan aliarse, Lázara y sus compañeras son quienes llevan la narración a partir de ese momento. Son ellas las encargadas de mostrar, mediante el absurdo de su proceder, el absurdo de la bola. Son ellas sus hacedoras y a la vez las que van en la retaguardia. Las que si mueren habrá otra con quien amancebarse para no estar solo. Anónimas y prescindibles por completo pero llenas de agencia para mantenerse a flote. 


Señaladas en Enamorada como mujerzuelas y al mismo tiempo como mujeres abnegadas, las soldaderas en la historia de Lázara van mucho más allá de esa dicotomía facilona, reduccionista, estigmatizante y continuadora de la diferenciación entre la buena y la mala mujer. En La soldadera tanto Lázara como las demás mujeres que la acompañan, son seres humanos con todas las contradicciones y complejidades que la humanidad, en un contexto de guerra, es capaz de desplegar: 


No quieren estar ahí pero no tienen otra opción pues intentar regresar a su lugar de origen encarna los mismos peligros que permanecer entre la tropa; tienen poco o nulo interés en tener una pareja masculina pero ya que deben tenerla le profesan una lealtad sin igual; son maternales pero a la vez sanguinarias; y las marca una eterna confusión por no saber integrar y hacer las pases con todo lo que han tenido que vivir pero a la vez tienen la claridad suficiente para sobrevivir a todos y a todo.


Las soldaderas fueron eso y mucho más, no meras cocineras y enfermeras improvisadas. Y no es que esos roles y actividades carezcan de importancia y valor per se, sin embargo, continuar la creencia de que solo hicieron eso es posibilitar la manutención de ese añejo discurso en el que la feminidad no da para hacer otra cosa ni manifestar otro interés que no sea el de la atención, el cuidado y la maternidad. 


Las mujeres hicieron la revolución tanto o más que los hombres y pese a ello no se ha dado, a diferencia de en las alegorías de la patria, un rostro femenino a la Revolución mexicana. Hablar de esta es pensar en soldados y en caudillos, es decir, la cara que se le ha dado es masculina y viene aparejada con apellidos como Villa, Zapata, Obregón, Carranza y Madero. En cambio, nombres como Adela o Valentina son anonimizaciones reduccionistas de las hacedoras de la revolución. Murales, pinturas, corridos y novelas han representado a la revolución con género masculino.


Y ni siquiera en representaciones más recientes se ha dado un giro a lo anterior. Cuando en 1989 Arturo García Bustos pintó su mural La Universidad en el umbral del siglo XXI —en la estación Universidad de la Línea 3 del Metro de la Ciudad de México— pudo haberlo remediado sin embargo decidió que la representación de la revolución debía ser dual: una soldadera y un soldado. Ella lleva la bandera, un poco como la libertad guiando al pueblo francés, y él, semidesnudo, se arrastra por el suelo en pleno combate. Hay, sin duda, un punto interesante en la pieza al dotar de cierta dignidad simbólica a la soldadera, pero no está sola en el pedestal. 


Detalle del mural La universidad en el umbral del siglo XXI (1989). En el panel central aparecen la soldadera y el soldado representando a la Revolución mexicana.
Detalle del mural La universidad en el umbral del siglo XXI (1989). En el panel central aparecen la soldadera y el soldado representando a la Revolución mexicana.

Creo que la revolución debería tener cara de mujer y una opción podría ser la de Silvia Pinal. Por supuesto antes que ella otras mujeres pusieron su rostro y cuerpo como vehículos para, si se quiere, hipostasiar fílmicamente a la revolución. María Félix en las dos películas mencionadas o Dolores del Río en Flor silvestre (1943) o Las abandonadas (1945). El punto de ventaja para Pinal es que representó a un personaje mucho más complejo a cuenta de una revisión cinematográfica más realista que las anteriores. Entre la confusión, la violencia, el hartazgo y la maternidad inesperada, Silvia con s de soldadera, dotó a Lázara de una humanidad conmovedora que trasluce entre las muchas capas de tierra y maquillaje con las que el personaje oculta sus vergüenzas y sus anhelos. 


Silvia Pinal como Lázara en La soldadera.
Silvia Pinal como Lázara en La soldadera.

 
 
 

Comentarios


bottom of page