Comenzó el mes del orgullo y con ello la triplicación de los mensajes y discursos de odio que las personas de la diversidad sexogenérica debemos enfrentar día a día. Las redes sociales, ese espacio que muchos aún se precian de decir que “no es la vida real”, han evidenciado su transmutación en un medio que no solo replica sino que promueve y exacerba la violencia cotidiana de esa realidad que se intenta separar, como en un esfuerzo de preservar su superioridad respecto de lo digital. Pero, ¿cómo hacer tal separación?
Día a día miles de personas chocan contra otras en las banquetas mientras caminan y tuitean, ven tiktoks o responden mensajes en WhatsApp… Sí, es una simplificación grosera a partir de lo literal: ‘Si cotidianamente pasamos varias horas pegados a las pantallas de tabletas y celulares, lo que sale de estas es parte inherente e innegable de lo real’. Y aunque podría partirse de esto lo cierto es que la situación va más allá. No es solo el tiempo que le dedicamos a la esfera digital de nuestra existencia sino el valor que le damos a lo que consumimos, pues lo creemos muchas veces casi con fe ciega y estamos listos para alzarnos en armas contra quienes no lo comparten (sea el gusto por una cantante o el rechazo a cierta figura política). Llegados a este punto, el impacto que ese consumo puede tener en nosotros roza casi en lo peligroso. Porque, sí, lo digital y lo no-digital ya están imbricados fuertemente y así como estamos listos para la funa tuitera (que podría pasar por inocua, aunque eso ya es debatible) nada o casi nada impide una funa física que termine en tragedia.
Las “humildes” opiniones que comienzan muy only good vibes y dos palabras más adelante están llenas de clasismo, racismo y homofobia son el pan de cada día en cualquier plataforma digital. Y la dosis se triplica durante este mes. Desayuno, comida y cena de verborrea odiante y transodiante que hace quedar en ridículo al (supuestamente) omnipotente algoritmo puesto que se ve rebasado por la motivación del odio. Si mi interés está en celebrar y hablar por mi diferencia (como diría el gran Pedro Lemebel) y abonar a la difusión y discusión al respecto, ¿cómo es que el odio llega a mí? Y no es que se busque, ¿quién lo haría? Pero lo cierto es que llega. Basta con ver los comentarios de cualquier publicación respecto a la diversidad sexogenérica para encontrarse con el ya clásico: “¿Por qué les daría orgullo ser degenerados?”, pasando por las amenazas de muerte, las condenaciones religiosas (con llamas infernales de por medio), los diagnósticos de enfermedad mental, la cervantina defensa del idioma cuando ven una “e” y no una “o” y las burlas a la apariencia. Todo sin dejar de lado otro clásico: “La homofobia no existe”.
Los autoproclamados “conservadores”, “antiprogres” y “antiwoke” están convencidos de eso último pero con cada comentario demuestran exactamente el punto opuesto. En su entendimiento simplista para el que solo 2 más 2 hacen 4 y plantear un 3 más 1 es aberración, resulta en eso último que alguien demuestre con su existencia otras formas de felicidad y otros caminos hacia la plena realización, muy alejados del binarismo y del cistema. Cuando alegan que la homofobia no existe suena más a un deseo de aniquilación: ‘Si tú no existes ya no me dirán homófobo’, que a una supuesta “tolerancia” que los lleva a aceptar al sujeto pero a odiar su pecado.
La cuestión es que dedican demasiado tiempo a pensar en cómo exterminar el pecado ajeno, o quizá a fantasear con que (muy adentro del clóset) lo cometen. ¿Por qué se molestan en abrir perfiles en redes sociales cuyo único fin es buscar publicaciones que van por completo en contra de sus supuestas creencias, ideas y posturas? Se presentan ante los demás, pero principalmente ante sí mismos, como valientes guerreros que luchan contra un monstruo que, según ellos, les está robando espacios y la posibilidad de expresar sus humildes opiniones. ¿Qué placer encuentran en salirse de su caja de resonancia digital en la que el modelo de familia no ha cambiado en los últimos dos mil años (no se olvide que toman a la “sagrada familia” como punto de partida) y el crecimiento económico se reduce a un querer dejar de ser pobre?
La cuestión es que lo expresado por los retrógradas-dormidos no es una opinión y mucho menos apunta a la humildad. Esperan que lo dicho con base en las noticias de sus grupos de WhatsApp y los ministros de su iglesia (cualquiera) sea tomado como ellos lo ven: verdad absoluta e incuestionable. Pero, ¡sorpresa! Lo real nunca es absoluto ni incuestionable porque se conforma por cientos de versiones que, cada una en distinta forma y grado, aportan a la conformación de esa gran imagen de la humanidad. Un retrato en el que, les guste o no, estamos todos: diversos en lo sexual, en la expresión genérica, en el tono de piel, en la corporalidad, en lo que creemos y hasta en lo que retuiteamos.
Creo que no solo es necesario sino deseable la existencia de etiquetas que acompañen al hacer de todas las expresiones humanas que, por su diferencia, son vistas como disidentes. Etiquetas no para clasificar perentoriamente sino para remarcar lo que se ha buscado esconder: el aporte pasado y presente de las poblaciones LGBTIQ+, enorme grupo que, aún ahora, luchamos por ser vistos como sujetos válidos en todo sentido y tridimensionales. Ante esto último habrá quien cuestione: ¿Por qué te centras en tu sexualidad si quieres que te vean tridimensionalmente? Y la respuesta es sencilla, se vuelve necesario partir de ahí porque es un tema tabú. Basta con hacer notar la no-heterosexualidad de cualquier persona para que deje de ser el ingeniero, la diputada, la presidenta o el artista, y se convierta únicamente en una sexualidad a la que se ve con cierta fascinación o extrañeza, cuando no con desagrado y reprobación. Es necesario entonces ser el gay que publica una columna, la lesbiana con un cargo público o la chica trans que acaba de ganar un premio de actuación.
En este momento, eliminar la etiqueta no abona a la “regularización” de la diferencia sexogenérica ni a, finalmente, hablar de seres humanos sin importar sus diferencias. Eliminar la etiqueta se traduciría únicamente, por ahora, en comodidad para los retrógradas-dormidos pues sería, una vez más, acomodarnos a sus expectativas y demandas; una vez más, invisibilizarnos para que su rancia idea de realidad siga intacta y, por lo tanto, incuestionable según ellos. Existamos abiertamente, sin lugar a dudas, sin disimulos. Que el escándalo haga trizas sus quimeras.
Que junio sea un mes de etiquetarnos (mucho más) para incomodar a quienes no quieren ni siquiera reconocer que estamos aquí, que coexistimos y que aportamos día a día (no solo pagando impuestos) en todos los aspectos de la vida. Que sea un mes en el que nos encontremos en el arte y la sexodiversidad.
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