Querido Ramón…
- Ignacio Torres

- 31 ago
- 5 Min. de lectura
Carta a Ramón Villarreal (Arturo Meza) el otro hijo de doña Herlinda
Lamento que haya sido tan larga la espera, lamento no haber encontrado antes el medio para poder agradecerte por lo que ha posibilitado, cuatro décadas después, tu breve y fulgurante carrera en el cine.
Hace poco tuve la oportunidad de saludarte y encontrar que Moncho, como te llamó doña Herlinda en la ficción, sigue disfrutando del arte, de la música y de la fantasía que se crea al narrar historias para hacer llevadera la vida. Ya sea que se cuenten en la pantalla grande o mediante dibujos y pinturas, tú has sido uno de los creadores de esos fugaces pero siempre recordados momentos de magia en los que nos olvidamos de todo y la solución a cualquier problema está en tomar un raspado en el Parque Morelos o en comer un lonche preparado por la mismísima Gemma.
Ya no es un corno francés el que te acompaña pero sí los pinceles, los lápices de colores y el papel. Te acompañan también años y años de una existencia desdoblada porque eres Ramón y eres Arturo, y eso hace que seas dos pero también muchos más, y que te recrees y reinventes en cada reproducción que hacemos de esa película que te ha inmortalizado desde ahora como el guapo Monchito, ese que encontró el amor en un fascinante neurocirujano pediatra que declama con ardor y baila con poco ritmo pero muchas ganas.

Ese día en Guadalajara en el que hablaste sobre tu participación en la película Doña Herlinda y su hijo, recordaste con emoción y nostalgia aquellos años, los míticos y mistificados años 80 del siglo XX. Una década que dejó huella en moda, música y peinados y que entregó a la comunidad LGBTTTIQ+ ese filme pionero en mostrar que nuestras historias no necesariamente estarán marcadas por la tristeza, el abandono y la soledad. Ese filme —que sin duda debe formar parte del canon no heterosexual de la cinematografía mundial— no solo es divertidísimo y un testimonio de un momento económico, urbanístico y social de Guadalajara, sino prueba de que desde hace muchos años los hombres homosexuales hemos sido capaces de encontrar, muchísimo antes que las series de televisión estadounidense, nuestra propia versión de una modern family amorosa y feliz que nos acoge y nos permite ser.

Recordaste ese día cómo fue filmar en la Guadalajara de entonces una historia como la que presenta la película y el precio que se tuvo que pagar por ello… que tuviste que pagar por ello. Además de las limitaciones económicas y técnicas de un proyecto prácticamente solventado entre estudiantes y entusiastas del cine, rápidamente confluyeron miradas y dedos flamígeros que incluso antes de que la historia acabara de filmarse ya suscitaba el rechazo extendido de las “buenas conciencias”. Eran los 80, sí, los míticos 80, pero también los muy asustadizos y juzgones 80, años en los que interpretar a un personaje no heterosexual era, en efecto, decirle adiós a una carrera posterior. Pese a ello lo hiciste, tomaste la traducción de una existencia literaria a su representación fílmica y le diste voz y cuerpo al Ramón que había creado Jorge López Páez para que lo registrara la cámara de Jaime Humberto Hermosillo, el gran creador de fantasías disruptivas. Él te dirigió, para él te mudaste a la pequeña habitación en la casa de huéspedes de la calle Pedro Moreno, para él te vestiste todo de blanco y te fuiste a pasar el domingo a la ribera del lago de Chapala, para él, entre un cuba libre y otro, bailaste con una interesada jovencita que nunca adivinaría el nulo interés que tú, que Moncho, tenían en ella. Lo diste todo en ese papel, realmente encarnaste al joven músico que quería bailar sí, pero con el hombre que amaba, ese hombre alto y bigotón cuya cuna, carrera y pedigrí le demandaban tener una esposa y varios hijos. ¿Qué hacer?

A Billy la dejaste de boca seca cuando, dando vida a Moncho, le contaste tu dilema. Si te ibas lo perdías, si te quedabas tal vez no… Sabemos la respuesta que dió Moncho, ¿cuál habrías dado tú, Arturo? Quizá la misma porque en ese momento era necesario hacer ciertas concesiones para construir una pequeña burbuja de libertad en la cual vivir el amor que algunos calificarían como pecado. Era necesario dar forma a un espacio reducido y escondido pero a la vez lo suficientemente grande como para bailar y reír y bañarse en la tina y jugar con cochecitos y una crema que hacía las funciones de lubricante…
Eran los 80 y los hombres homosexuales aún debíamos escondernos. Hoy, cuarenta años después del estreno de Doña Herlinda y su hijo, podemos caminar y amar y reír y bailar y al menos una vez al año volcarnos a las calles para reafirmar que estamos aquí, que existimos todo el tiempo, que nuestra existencia no es amenaza para nadie, que la familia que elegimos y construimos es diferente, que la familia que nos soporta ya no depende de una matriarca amorosa que hace trampas y mueve los hilos para que las intimidades de unos y otros puedan coexistir en armonía bajo su protección pero también bajo su estricta vigilancia. Ya no necesitamos una doña Herlinda que nos construya un departamento sobre el garage, tampoco es necesario que nos disfracemos del compadre para poder estar en compañía del hombre al que amamos… o al menos ya no es necesario si así como tú, Arturo, Moncho, tenemos la valentía suficiente para tomar lo que se nos ofrece y enfrentar los riesgos en pos de ganar algo que los supere.
Tu debut en el cine fue ejemplo de valentía y de fuerza a pesar de lo que posiblemente vendría… de lo que de hecho vino. “No hubo más trabajo”, dijiste hace poco al terminar de ver Doña Herlinda y su hijo. El camino posterior fue difícil, el cine, en su faceta de industria, pareció de pronto desinteresado en ti y lo que tenías para ofrecer, y todos los Monchos de la vida real no supieron o no pudieron agradecerte por lo que habías hecho y el regalo que constituiría tu actuación. Hoy la situación, aunque bajo amenaza, es distinta y tenemos la oportunidad de resarcirte con al menos el reconocimiento de tus acciones pues sin el Moncho al que diste voz y cuerpo nuestra historia sería muy distinta.
Estamos todos en deuda con Jaime Humberto Hermosillo y estamos en deuda contigo, Arturo Meza. Hoy todos somos hijos de doña Herlinda, todos somos tus hermanos.



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