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Entre el asombro y lo que ya no fue

Hay nombres que de tan conocidos se vacían del devenir vital al que refieren. Repetidos una y otra vez, siempre con intereses específicos, las palabras enunciadas pierden profundidad y terminan por evocar apenas un par de aspectos, o de anécdotas, o de hechos y, a fuerza de insistir en la reiteración, hay una versión mínima que todos decimos conocer. Pero, ¿qué tan cierto es esto último? ¿De verdad sabemos? Esto sucede mucho más cuando se trata de nombres que incluyen morbo, escándalo y tragedia en esa historia mínima a la que la reiteración intencionada —¿o malintencionada?— los reduce. Tal es el caso de Abraham Ángel.


El joven pintor sobre el que llama la atención su muerte, vida, amores y desamores pero no tanto su obra, parece haber presagiado la referida reducción cuando acortó él mismo su nombre. Nacido como Abraham Ángel Card Valdés, se transfiguró en Abraham Ángel y con ese par de palabras firmó prácticamente la (casi) veintena de obras de arte que se le conocen. Importante lo del casi-veinte porque justamente fue a los 19 años de edad que llegó el abrupto final de su vida. A partir de ese momento, dijo Luis Mario Schneider, fue Manuel Rodríguez Lozano el pérfido y celoso gestor del mito. Este último, también pintor, dijo antes y después del fatídico 27 de octubre de 1924 que había sido él el descubridor y el maestro. Cada vez más esto se pone en duda para resaltar todas las capas que se han obviado en la historia vital de Abraham Ángel, situación que ha llevado a darle mayor espacio y crédito a la versión esa del pintor niño que nació con un impresionante talento y sensibilidad que de tan desbordada terminó por aniquilarlo. Una de las voces más recientes en señalar esto como algo cuestionable es la de Mireida Velázquez Torres, actual directora del Museo Nacional de Arte (Munal), quien aportó un interesante texto para el catálogo Abraham Ángel. Entre el asombro y la seducción, que se presentó hacia la mitad de este mes en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México. La publicación coronó la exposición homónima que estuvo disponible en el MAM hasta julio de 2024. Velázquez Torres señala en su texto que es momento de disipar la sombra del personaje y reencontrarnos con el pintor a través de su obra. 


A lo anterior es que quiero abonar, en la medida de mis posibilidades, refiriendo algunos apuntes sobre un autorretrato de Abraham Ángel que se puede encontrar en el acervo del Munal. Fechado en 1923, de la pieza destaca su sentido naïve con proporciones distorsionadas en los planos posteriores, profundidad sugerida mediante planos consecutivos y un uso de color que se antoja muy cercano a la vanguardia fauvé.


Autorretrato de Abraham Ángel (1923). Óleo sobre cartón, Museo Nacional de Arte.
Autorretrato de Abraham Ángel (1923). Óleo sobre cartón, Museo Nacional de Arte.

La distorsión de las proporciones se evidencia principalmente en los dos árboles que aparecen en el segundo plano. Los troncos de ambos, divididos en varias ramas retorcidas, se coronan por frondas a una altura que supera tanto a la iglesia del pueblo, que contextualiza al retratado, como a las montañas que se ven en el fondo de la composición. El terreno sobre el que están esparcidas las pequeñas casas y la iglesia es completamente irregular y una suerte de olas progresivas dan la sensación de profundidad. Las pequeñas lomas en el terreno parecen seguir el patrón marcado por los hombros y las ondas del cabello de Abraham Ángel en el primer plano.


Hombre y pueblo también se asemejan en los tonos terrosos y amarillentos elegidos por su creador, lo que hace intuir que quizá ese pequeño pueblo, casi un caserío, es su lugar natal. El sitio donde, según dijo Olivier Debroise, lo encontró su maestro y amante para llevárselo luego a la capital del país. Una versión desde hace mucho refutada por Schneider. Pero concedámosle el beneficio de la duda y entremos al juego que el autorretrato nos propone:


La conexión del joven con ese poblado se hace evidente por el camino de tierra, el único marcado en la pieza, que parece salir de su hombro izquierdo para llegar hasta la puerta de la casa a los pies del árbol en el lado derecho del lienzo. La ubicación y avance hacia el segundo plano de la obra, además de anclarlo a esa tierra, hace pensar que ese fue el sendero seguido por Abraham Ángel para llegar hasta el punto donde posaría para su autorretrato. La resolución esquemática de los planos posteriores en el retrato se repite en la camisa. Muestra de ello son los botones apenas sugeridos e irregulares que dan cierta estructura a la prenda del retratado. Parecen puestos únicamente para evitar que la tela asemeje una simple plasta de color. 


Es en el rostro que el dibujo gana en precisión e intención de realismo para con los rasgos de quien se está representando. Los labios gruesos y la fineza de la nariz, acentuada por el medio perfil, se coronan por un par de cejas negras, de mediano grosor, que cobijan a unos ojos pequeños, semirrasgados, que observan de manera oblicua a algo o a alguien. Es la mirada el rasgo que sensualiza la pieza. Está en sus ojos el juego de la seducción, una seducción interrumpida abruptamente apenas unos meses después. 


El arco de la ceja izquierda se eleva y permite dar seguimiento a la elongación de un cuello que sirve de pedestal para el rostro que juzga y valora a algo o alguien, ubicado a su izquierda. El cuello, la boca carnosa y las cejas se convierten en armas para la seducción, pero es la mirada esquiva la que permite al espectador llevar el rol activo en ella. Los ojos de Abraham Ángel evaden a los del espectador para evitar la confrontación y convertirse en invitación al juego… un juego que ya no pudo ser. 


La muerte de Abraham Ángel nos privó de saber qué más habría logrado ese que en vida fue llamado “mejor pintor de América”. No hay certeza de cuál hubiera sido su camino, lo que sí resulta posible es dejar de lado la versión mínima sobre el pintor y, como sugiere Mireida Velázquez, disipar las sombras que lo oscurecen y minimizan a una eterna infancia, en pos de encontrar toda la luz de su obra. 

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