La mujer que sabía mirar
- Ignacio Torres
- 30 may
- 4 Min. de lectura
De Pita Amor se ha hablado mucho y se le ha visto tal vez aún más. Sin embargo, hay trampa en esa enunciación y en esa presentación. La Pita que conocemos los gays mexicanos de cierta edad es la caricaturización realizada en el programa Desde Gayola. Con todo lo cuestionado y cuestionable que es el creador del show, la mención que hago no es para abonar a la crítica sino para reconocer lo bien logrado del personaje en el tono satírico que marcó a esa emisión, un tono que, debe decirse, era adecuado para su momento e hizo reír a la par que, con todo y sus fallas, daba una nueva ola de visibilidad al colectivo que, cerca del nuevo milenio, se expandía y tomaba conciencia de muchos aspectos sobre sí mismo.
Fue en ese contexto que conocí la existencia de una anciana Pita que lo mismo se entretenía hablando a una hotline, se peleaba con una María Félix (tan fantasmagórica como ella), o confundía una invitación a plasmar sus huellas en la Plaza de las Estrellas con la concesión del Nobel de Literatura. Así, entre desvaríos seniles, incontinencia urinaria y brotes de arrogancia fincados en glorias pasadas, Miguel Romero, transfigurado en Pita Amor, repentinamente recitaba fragmentos de poemas y, por un instante, permitía atisbar a la Pita que fue, a la que ya no sería, a la que ya no pudimos ver.
Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein, Pita Amor, nació el 30 de mayo de 1918 en una familia de abolengos añejos, apellidos largos y recuerdos de mejores tiempos económicos. Fue la menor de la familia y siempre fue, dijo ella misma, “más autónoma que la Universidad”. Fue así que entre belleza e ingenio comenzó una serie de aventuras que la hicieron referente de escándalo y de liberación femenina mucho antes de que tal movimiento existiera. Por supuesto, ya las sufragistas en todo el mundo habían inquietado a las buenas conciencias pero Pita fue mucho más allá. Quizá poco le importaba el derecho al voto y lo que más apreciaba entonces era el derecho a su autonomía, es decir, a ser libre y hacer con su vida, con su cuerpo, lo que mejor le pareciera.

Pita Amor retratada como una musa por Juan Soriano (1948).
Ese cuerpo, a veces desnudo y otras también, sirvió para que los genios y dioses pictóricos de su época crearan grandes obras maestras que plasmaron para la eternidad a una Pita cuya beldad no desmerecía si se presentaba sin los adornos de joyas y ropajes. Era ella ante la mirada de otros para devolver luego la suya y desnudar a quien le sostuviera el desafío ocular.

Pita Amor retratada por Diego Rivera (1949).
Nos perdimos de la Pita deslumbrante pero gracias a la decadente encarnada por Miguel Romero, supimos que debió haber un antes de la insolencia que conceden los años y, quien tuvo la suficiente curiosidad, descubrió al personaje coronado de la insolencia que dan la juventud y la belleza. Pero sus desplantes no fueron vanos ni se agotaron en sí mismos. Posibilitaron la creación de una poesía hoy no del todo conocida pero que fue celebrada en su momento. Una poesía que se dedicaba a otros y otras pero también a sí misma:
Al dueño del desierto americano,
del llano desolado y devastado,
a Rulfo, que del llano enamorado,
arrasó el Continente Americano.
A Arreola, el florentino mexicano
que a Salaino su gorra le ha bordado
con alamares de festón plateado
que dibujó con tinta de su mano.
A la grave y contrita Emma Godoy
que practica la misa ayer y hoy.
A Guadalupe Dueñas, la infernal
y a su pluma celeste y terrenal.
A Guadalupe Amor, la mexicana
que es dueña de la tinta americana.
Una titularidad que ejerció con donaire y elegancia pero también entre señalamientos de falsedad o plagio. No se concebía que quien aparecía en las columnas de chismes y daba de qué hablar a la “buena sociedad” —de la que a pesar de todo era miembro—, fuera también la autora de una poesía que daba cátedra de ingenio y de rigor en su métrica.
Yo fui novia del Blue Boy de
un árabe del desierto
de un músico de concierto
y en el infierno ahora estoy.
Sabía a dónde mirar y cómo mirarlo para luego escribirlo y darle un nuevo sentido. O muchos nuevos sentidos. Enmascarar, hacer que los silencios anunciaran y los discursos no dijeran nada. Algo que logró no solo en la poesía sino también en la narrativa. En su cuento breve, titulado “El casado”, que se incluyó en su libro Galería de títeres (1959), aparece un personaje femenino que, en silencio, únicamente con la fuerza de sus ojos, con su saber mirar, hace que el protagonista confiese su homosexualidad sin necesidad de usar esa palabra.
La corta narración se puede entender como presidida por Pita misma no solo en su calidad de autora sino como personaje. La mujer descrita como lo suficientemente elegante para desentonar en el sencillo restaurante donde come todos los días, es ella que, sabiendo a quién mirar, descubre que el joven recién casado ostenta una heterosexualidad que no es mas que una máscara.
“Me he casado anteayer, mi amigo fue el padrino y nadie, absolutamente nadie sospechó nada. Durante todo el día del matrimonio me sentí dichoso con mi joven mujer que me serviría en adelante de fachada para proseguir la sigilosa, la estremecedora amistad. Al día siguiente amanecí encantado. Mi mujer no podía adivinar nada, ahora mi vida estaba asegurada social y amorosamente. Era yo feliz. Pero por la noche fui un rato al restaurante de mi madre para reunirme con mi amigo, mientras lo estaba esperando llegó la mujer de las miradas…”.
Un par de ojos que terminan por desquiciar al que, seguro de su calculada treta, se había declarado salvado y protegido en su doble vida.
Pita Amor sin duda supo mirar y supo también rodearse de muchos varones incasables. Sus amigos no casados —Roberto Montenegro, Juan Soriano, Antonio Peláez, Adolfo Best Maugard—, posiblemente, aportaron sensibilidad a esa mirada capaz de descubrir los mechones de verdad que siempre se escapan de todas las máscaras.

Retrato de Pita Amor por Roberto Montenegro (fragmento).
Pero todo pasa, también la belleza y la vigencia del ingenio. Avanzan los años, transcurre la vida y a veces se necesitan pausas de décadas antes de resurgir envuelta en un mink que olía aún a otra vida, para proclamar de nuevo su legado y su epitafio:
Soy histérica, loca,
desquiciada
pero a la eternidad
ya sentenciada.
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