¿Qué sucede entre las mujeres exitosas y los homosexuales? ¿Qué vínculo fortísimo e ignoto se activa cuando se encuentran? ¿De qué depende? ¿En qué se basa? Las nuevas generaciones dicen que a cada hombre gay se le asigna una diva pop cuando nace —ya sea a la vida o a la homosexualidad—, ¿sucede igual con las divas del cine nacional? ¿Se nos asignan cuando nacemos en la sala de cine? Surgimos de la oscuridad para transitar hacia la luz que se enciende, repentina, frente a nosotros y nos llama, nos marca el camino, nos dice que esa mujer canta o ríe o sufre o goza o llora o fuma o abofetea o besa para que nosotros podamos también cantar, reír, sufrir, gozar, llorar, fumar, abofetear o besar a los guapos galanes que la distancia temporal o las reglas sociales nos negarán por mucho tiempo. Ellas, fatales o maternales, llorosas o desapegadas, son guía y anhelo, ruta y modelo imposible. Goce total.
Madre de cuatro, madre del teatro musical mexicano, madre de una joya antifranquista, madre y pionera televisiva, Silvia Pinal ha dejado a muchos en una orfandad reciente que no por esperada resulta menos impactante ni dolorosa. Carismática y cómica pero también inquietante y terrible cuando sus personajes se lo demandaron, fue una mujer sin duda exitosa que, sin saberlo, tuvo asignados bajo la cauda de sus atuendos a cientos de homosexuales que desearon pasar un año nuevo bailando con Pedro Infante o lucir un abrigo de mink en las calles de la Ciudad de México o quizá se imaginaron en una trieja con su guapísimo primo. Vivió muchas vidas, sufrió en varias, bailó en bastantes, gozó en todas para goce nuestro.
Creadora y productora de disfrute, de cultura y de arte fue ella misma inspiración para muchos en esa esfera. Los múltiples retratos de Silvia Pinal dan testimonio de su longeva belleza y de la multiplicidad de visiones, representaciones e interpretaciones que pueden ser detonadas por esta.
La belleza de Pinal fue plasmada por Armando Nava en toda la magnificencia de una diva teatral que fumando espera y, envuelta en su caftán de plumas, seda y brillante fantasía, mira a la vez con desdén y complicidad a quien la observa. Se sabe el centro de atención, el humo de su artificialmente alargado cigarrillo se convierte en parte de esa escenografía que no tendría ningún sentido sin ella en el punto focal. Observa mientras la observan, valora, determina cuál será el siguiente paso: extender la mano para invitar o darse la media vuelta para despedir al buen entendedor que, sin palabra de por medio, debería captar la respuesta.
Silvia Pinal retratada por Armando Nava.
Oswaldo Guayasamín, en cambio, legó un busto plástico que, cercano al expresionismo, presenta a Silvia Pinal en tres cuartos y con la mirada esquiva. Parece no darse cuenta de que ha sido plasmada en el lienzo. Unas sombras verdosas dan textura y profundidad a un retrato que descansa fuertemente en la calidad del dibujo para proclamar de quién se trata: la rubia y joven actriz de enormes ojos oscuros y afilado perfil que eventualmente rasgaría la pantalla del cine para pasar a la más pequeña pero no menos efectiva de la televisión. El alargado cuello, casi a la Modigliani, es el pedestal de un rostro por miles conocido, reconocido y admirado. Facciones únicas y múltiples a la vez por ser la base de un amplio registro actoral.
Silvia Pinal retratada por Oswaldo Guayasamín.
De esa multiplicidad el mayor testimonio es el retrato que realizó Diego Rivera en 1956 de una Silvia Pinal que contaba apenas con 25 años de edad. El ceñido vestido negro se convirtió, por acción del artista, en una segunda piel que aún en su oscuridad revela una corporalidad que el muralista hubiera deseado pintar al desnudo. Anécdota aparte y superado el irremediable impulso conquistador del pintor, lo más interesante de la pieza es el desdoblamiento de su protagonista: Silvia Pinal está retratada delante de un espejo con lo que ya hay una duplicidad inicial en la representación. De frente y de espalda no solo se logra casi la tridimensionalidad sino, en una interpretación simbolista, se desdobla a la mujer: es actriz y productora, es cómica y dramática, es cantante y bailarina. El tercer aspecto a identificar se puede ver representado hacia la izquierda de Silvia Pinal, una sombra revela su perfil, efigie relacionable con su actuar como política y lideresa sindical, roles que desempeñaría mucho después pero que hoy podemos asignar a los trazos en esa magnífica pieza plástica para incluso calificarla de profética: Silvia era una y muchas a la vez. Silvia fue una y múltiple no solo por las esferas de su hacer sino por las varias generaciones que la conocieron de diversa forma y en distinta cercanía.
Silvia Pinal y Diego Rivera en 1956.
La actriz, madre de cuatro, no fue solo la raíz de un matriarcado del espectáculo sino la del gusto cinéfilo de muchas y de muchos, sobre todo de esos homosexuales a los que les tocó en gracia la asignación de Silvia Pinal como su diva irrenunciable. Una diva que en cine, teatro y televisión interpretó a decenas de mujeres: las privilegiadas, las desafortunadas, las callejeras, las perversas e incluso a las soldaderas de una revolución que no podría haber sucedido sin la presencia femenina y que se negó a reconocer siquiera —ya no se diga compensar o premiar— la deuda enorme que tenía con ellas.
En La Soldadera (1966) se atestigua la manera cruel en que el movimiento armado en la década de 1910 arrastró a cientos de mujeres en una espiral de destrucción y muerte que trastocaba todo, incluso a la supuesta irrenunciable delicadeza de un mundo femenino que debió valerse de cualquier acto para sobrevivir. Tal fue la multiplicidad de Silvia Pinal, tanto su alcance y plasticidad al interpretar ámbitos y lapsos tan lejanos al suyo.
Still de la película La Soldadera.
Silvia, la raíz múltiple de un legado plural, la detonadora de arte, la actriz teatral, la conductora televisiva, la lideresa, la senadora, la diputada, la primera dama de Tlaxcala, la diva asignada que continuará cobijando a cientos de homosexuales —como hizo con Salvador Novo cuando compartió escenario con él— con su emplumado caftán mientras espera fumando en la eternidad de una actuación sin principio ni final.
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