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Orgullo y prejuicio

Foto del escritor: Ignacio TorresIgnacio Torres

Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre comprometido, poseedor de una gran fortuna, necesita una gran boda. 


Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando es gay y entra a formar parte del servicio público. Menos aún se sabe de esos sentimientos y esas opiniones cuando, una vez realizada la boda, esta se vuelve mundialmente reconocida por los detalles cuestionables y reprobables de su organización y ejecución.



Muchísimo se ha hablado ya sobre la unión matrimonial entre Martín Borrego Llorente y Ionut Valcu, el primero era funcionario en la Secretaría de Medio Ambiente (Semarnat) cuando se realizó el enlace y el pasado 10 de diciembre dejó su cargo luego de días de especulación, tuitazos (el equivalente actual del afamado y otrora temido periodicazo) y de varios comunicados tanto personales como institucionales en los que —ya también se dijo muchas veces— pudimos atestiguar un torpe manejo de la situación. La historia es bien conocida:


La boda se planteó de inicio como un acto diplomático entre México y Rumania, después se sabría que se trató de un evento particular. 


Sobre la corrupción implícita en lo anterior ya habló a profundidad Claudio Ochoa Huerta, periodista que dio a conocer el hecho; y respecto de las implicaciones logísticas al interior del Museo Nacional de Arte (Munal) —lugar donde se celebró la boda— Ximena Apisdorf ya realizó varios comentarios certeros. Estos dos aspectos, que no condono ni trato de minimizar, no son centrales para este texto, lo que me interesa abordar es la reacción general por parte de hombres homosexuales que no tardaron en reaccionar y posicionarse al respecto en redes sociales. 



Es 8 de enero de 2025, ya no queda del todo bien desear un “feliz año” y hace un par de días que nos visitaron los Reyes Magos, con lo que se dio por clausurado el maratón festivo de fin-inicio de año. La boda se realizó en octubre y la renuncia de Borrego se dio a inicios de diciembre, ante tal panorama podría verse a este texto como una reacción retardadísima al respecto y quizás lo sea, si seguimos la lógica de la inmediatez y la desechabilidad a las que nos han acostumbrado la vorágine de las redes: una condena exprés, dos o tres días de vida como el chiste-chisme de moda y a lo que sigue. Por grande que sea el escándalo nunca dura mucho, y vaya que a este se buscó estirarlo lo más posible. 


Pero pese a la distancia temporal que nos separa del hecho considero que conviene regresar a él porque se necesitaba de calma y distancia para ganar perspectiva y notar sutilezas difíciles de ver a través de la hoguera que, expedita, se encendió para quemar a Martín Borrego y a todos los implicados e implicadas directa o indirectamente. 


Lo primero que llamó mi atención fue que, de modo general, los comentarios por parte del —si se me permite el término— Twitter gay se enfocaron justamente en lo gay y no en lo ya mencionado como reprobable. Se dieron comentarios más en un tono de pregón de la vergüenza que en realmente analizar lo sucedido y sus implicaciones. 



Desde afuera de la comunidad LGBTTTIQ+ no sorprende la homofobia pero sí me sorprendieron esos posicionamientos desde la comunidad por los groseros vapores de homofobia internalizada que desprendían. Hubo quien llegó a decir que la boda le había hecho replantearse su autoidentificación como hombre gay y muchos otros concordaron con que se trataba de un caso del complejo de Regina George pero en esteroides, esto al ver la fastuosidad del salón del Munal en que se celebró la unión entre Borrego y Valcu. 


Desde hace mucho se ha enarbolado la frase “Love is love" y se ha repetido hasta el cansancio convertida en hashtag. Pero la fausta/infausta boda parece haber revelado lo que ya se alcanzaba a adivinar: es una línea vacua que toma postura a conveniencia de quien la usa, es decir, depende la subjetividad gay que la haya tomado en ese momento y lo que considere sobre sí misma en cuanto gay. Es decir, ¿qué implica ese “amor es amor”? ¿Amor es amor siempre y cuando no interpele o contradiga lo que yo creo que puedo y no puedo hacer como hombre homosexual? ¿Debemos vivir ese amor de modo público pero con restricciones? Restricciones que nada tienen que ver con ocultamientos institucionales ni transgresiones a la norma de la administración pública sino con lo que creemos que merecemos y que podemos permitirnos.  


Con lo anterior no estoy abogando por una temporada de bodas gay en los museos del país pero sí quiero llevar la atención al hecho de que cuando se han dado situaciones similares a esta boda por parte de funcionarios heterosexuales no se ha dado la dimisión del cargo a los dos días de revelada la noticia… de hecho en la mayoría de los casos la renuncia nunca ha llegado. 


Nuevamente, me parece, estamos ante una demanda autoimpuesta de ser lo menos incómodos posible para intentar ganarnos no la aceptación sino la tolerancia. Creemos que deberíamos ser un híbrido entre Lady Diana, Florence Nightingale y Teresa de Calcuta para merecer una existencia pública como homosexuales. Hay que ser demure a la máxima potencia.


Lo anterior nos lleva irremediablemente a mantener una especie de compartimentalización de la existencia ya anunciada por Salvador Novo quien, se recordará, tuvo su primer “estudio” de soltero en la calle Donceles, en la que se ubica la puerta trasera del Munal. En su autobiografía, La estatua de sal, escribió:


“Mi vida se escindía en tres partes: la casa y la familia, en que cada vez me sentía más extraño, humillado e incómodo; la escuela”. 


Fuera de su casa y lejos de su familia, el joven Novo y sus amigos (principalmente Xavier Villaurrutia) encontraron el espacio propicio para ser libremente pese a los múltiples y muy marcados límites que indicaba el México posrevolucionario. ¿Qué pensarían Novo y Villaurrutia si supieran que dos hombres celebraron su unión matrimonial en el enorme y elegante edificio del que su estudio era vecino? Probablemente el planteamiento de una relación pensada para toda la vida resultaría shockeante, principalmente al primero, porque su idea de ser homosexual era precisamente lo contrario: un constante desfile de amantes fugaces, una interminable búsqueda de la novedad.


Novo anotó algo al respecto en su autobiografía. Recordando a Antonio Adalid dijo: “Tan persuadido estaba de la perfección de su esquema de vida con Antonio [la pareja eran Antonio y Antonio] , que pensaba que a mí me convendría instalarme en una relación semejante: con un hombre maduro y rico que tanto apreciara mi belleza, cuanto mi talento: me sostuviera y eventualmente me legara su fortuna. Dos intentos hizo de casarme bien…”, uno con Luis Amieva y otro con Carlos Gutiérrez Palacios pero ninguno prosperó pues “los choferes eran mi fogosa predilección”, anotó también el poeta. 


Y tal parece que prácticamente a 121 años del nacimiento de Novo poco se ha avanzado en las perspectivas y posibilidades que como homosexuales tenemos para relacionarnos. Parece que nos causa orgullo internalizar el prejuicio y regirnos por él. Quien deseé perseguir eternamente la novedad está en su derecho, quien quiera una gran boda que la pague, lo importante es que estos polos —y todas las posibles gamas y combinaciones entre ellos— no deberían juzgarse ni condenarse entre sí. Ni uno u otro es superior, lo que debería alegrarnos es que cada vez hay más posibilidades puestas ahí para que las tomemos y defendamos, no solo de la homofobia externa sino, tristemente, de la interna.

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