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Antonieta la que peleaba

Es muy común que una etapa de obra termine por fijar la imagen que tenemos, en lo general, respecto de lo que una o un artista hacían. Por ejemplo, de María Leontina son recordadas sus composiciones de geometrismo abstracto y se olvidan sus piezas de tendencia figurativa; o de Tarsila do Amaral se evocan principalmente sus paisajes naive —que en su ingenuidad (y antropofagia de por medio) devoran la modernidad para regurgitarla transformada— y se dejan de lado obras de vena casi expresionista.


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Pieza de María Leontina.


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Autorretrato de Tarsila do Amaral.


Lo mismo sucede con figuras destacadas que, por multifacéticas que hayan sido terminan reducidas a una sola arista. Y es mucho más común cuando se trata de figuras femeninas. Pasa que se les pone por encima de todo la etiqueta de “mujer” en su acepción más reducida y patriarcal: hija de… esposa de… madre de… amante de… enamorada de…, sus relaciones con figuras masculinas roban todo el foco y son lo que más importa cuando, en realidad, por más que estas hayan motivado o posibilitado su irrupción en diversos ámbitos, fueron ellas, quienes hicieron, crearon, financiaron, donaron y propiciaron, hechos para los que en más de una ocasión, sin duda, debieron exigir e imponerse. 


Con Antonieta Rivas Mercado ha sucedido esto durante décadas. Ha sido la hija, esposa, madre y amante de…, pero principalmente la amante desdeñada que, justo por ello, decidió terminar con su vida de la manera más espectacularmente planeada: en un recinto sagrado, mirando de frente al altar, mientras su dedo jalaba el gatillo de una pistola; último acto que evidencia una agencia que se le ha escamoteado durante años. 


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Retrato de Antonieta Rivas Mercado por Manuel Rodríguez Lozano.


Con lo anterior no quiero romantizar el de Antonieta ni el suicidio en abstracto, pero creo que ese último acto terrenal, esa decisión —como apuntó en la última anotación de su diario—, debería verse como eso: SU actuar y no el resultado de la tristeza acumulada por las capas y capas de relaciones fallidas que, pobre mujer, no pudo soportar.


Su vida física rozó apenas los 31 años pero hizo muchísimo, tanto que es suficiente decir “Antonieta” para que se detone una existencia que va mucho más allá de una vida terrenal que nos hemos empeñado en ver como marcada por la tragedia. 


Tan basto fue su hacer, tan profunda fue su huella y tan enriquecedor lo que debemos a su agencia —por más que ella decidiera dudar de su aplomo—, que hoy, a cinco días de que se cumplan 125 años de su nacimiento (28 de abril de 1900), no es posible dejar de hablar de Valeria, como la camufló José Vasconcelos en El Proconsulado, de “esa maravillosa dama”, como la llamó Manuel Rodríguez Lozano en Excélsior en 1949.


La mirada esquiva, casi triste, y su figura de elegante languidez que aparece como constante en los retratos fotográficos, plásticos y gráficos de Antonieta ha sido, me parece, una de las claves en que se ha cifrado una versión bidimensional sobre ella: la millonaria mecenas y la amante desdeñada. Tales facetas, sin embargo, no deben ser motivo para decidir que por triste y suicida fue una mujer débil, era una mujer de gran fortaleza y enormes recursos (hablo de ingenio, no solo económicos) que, sin embargo, decidía recurrir menos frecuentemente a estas otras dos características suyas. En 1928, por ejemplo, le plantó cara al santo patrono (del santoral laico, eso sí) de los conflictivos: Salvador Novo. 


En una carta fechada el 9 de noviembre de ese año, el entonces director de Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública (SEP) —un Novo de 24 años— quiso comentar con el subsecretario, Moisés Sáinz, un altercado que tuvo con la “señora Rivas”. En la misiva, resguardada en el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) de Carso, se lee: 


“Me refiero a la creencia en que usted está de que por insinuaciones y órdenes mías se impidió ayer el acceso de la señora Rivas a los Talleres Gráficos de la Nación”.


Novo refirió luego que, según su versión, Antonieta se había saltado varias veces las reglas de acceso a las instalaciones de los Talleres y que fueron los obreros, por decisión propia, quienes no la dejaron entrar porque ello significaría subvertir nuevamente las órdenes que tenían. No había sido, dijo el futuro cronista, por su “directa y malévola intromisión” ni “la prohibición de entrar [ni] el altercado cuando entró”. 


La visita de Antonieta a los Talleres se debía a que estaba interesada en revisar la impresión de materiales relacionados con la recién fundada Orquesta Sinfónica Mexicana, uno de los numerosos proyectos culturales de los que fue mecenas. La narración de Novo respecto del altercado revela otra cuestión: para noviembre de 1928 había dejado de ser amigo de la señora Rivas, como insiste en referirse a ella. Continuó diciendo a Sáenz:


“En vista de su interés personal en un asunto que maneja una amiga suya que no ha recibido de mí, cuando lo fue mía, sino todas las insignificantes atenciones que en mis cortas posibilidades le he brindado en toda ocasión. Es evidente, si bien se medita, que las exaltadas impresiones que la señora Rivas pueda tener de mí y comunicar a usted proceden, como todo desacuerdo, de falta de conversación, de una parte, y de una imaginación excitada, de otra”.


Novo —que muy sutil y nada inocentemente aprovechó para caracterizar a Antonieta como excitada, lo que en su contexto podía asociarse con la histeria— incluso ofreció su renuncia. El Sáenz subsecretario respondió el 12 de noviembre que no era necesario puesto que ya había manifestado su disposición de “no mezclar las cuestiones personales con sus obligaciones oficiales”. El Sáenz amigo, tanto de Antonieta como de Novo, añadió una petición: “Procurar desvanecer en la señora Rivas Mercado la mala o errónea impresión que sobre el incidente que ha dado origen a esta correspondencia pudiera ella tener”. 


No queda claro, sin embargo, si Novo buscó directamente a Antonieta para aclarar el asunto. Quizá con la reprimenda de Moisés Sáenz y la expedita impresión del material que necesitaba fue suficiente para considerar el triunfo de su enfrentamiento. El asunto no aparece mencionado en la constante correspondencia que tuvo ella con Manuel Rodríguez Lozano. En cambio sí hay muestras de esa riqueza de recursos ingeniosos: 


“El Paso, Tex. 28.9.929


Manuel: pasé con mil dificultades vencidas. La última, que sin una carta de mi marido autorizando el viaje no podía salir de ese país. Falta de imaginación. No una, seis hubiera falsificado”. 


Y también de ganas de dar la pelea para ver subsanadas las ofensas contra la gente que quería:


“Y aquí mi gran indignación. No una, varias veces le he dicho a Alma [Reed], conversando delante de él [José Clemente Orozco], que cuando nadie en México le hacía justicia usted era el único en defenderlo —Alma no lo registra porque, evidentemente, a Clemente ya se le olvidó y cuando lo he dicho no recoge la conversación […] No sabe cuánto me irrita esto —pero no voy a hacer ninguna tontería— no me distanciaré de Alma sino que voy a hacer que me relacione y a devolverle a Clemente su mal proceder, procediendo bien […] Yo voy a comenzar mi campaña, que le va a saber a rayos a Clemente”.


La amiga fiel, sin embargo, decidió apenas un par de años después que no utilizaría toda la fuerza que la movía, que era suficiente con lo hecho y con lo dicho, y que con la acción final de jalar el gatillo en una banca de Notre Dame daría final a la puesta en escena de casi 31 años que había estelarizado. A partir de ese momento fue únicamente Antonieta, se liberó de cargas y etiquetas como "hija", "esposa" y "madre" que, sin embargo, el ámbito cultural se ha empeñado en seguir usando para definirla.

1 comentario


Paradojicamente el texto vuelve a retomar la figura de Antonieta desde su relación con otra figura masculina, Salvador Novo. Su caracter revoltoso solo es rebelde ante la mirada de otro hombre.

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