Cuando entramos a la sala de un museo, ¿quién está ante la mirada escrutadora? ¿La pieza o nosotros? Si digo que la pieza se leerá como simplista —el objeto inanimado ante la avasallante animación intelectual humana—, si digo que nosotros corro el riesgo de acercarme peligrosamente al barrio lesperiano con todo y lata de refresco para enfrentar a la pieza que no “me hable”. Sin embargo, el cuestionamiento resulta pertinente al estar ante la mirada que Abraham Ángel nos lanza desde su autorretrato de 1923 y con el que abre el recorrido de la muestra titulada Abraham Ángel: entre el asombro y la seducción, que se encuentra actualmente en el Museo de Arte Moderno (MAM) de la Ciudad de México.
El joven pintor, de hecho un adolescente, apareció súbitamente en el mundo cultural de la capital del país a inicio de la década de 1920. Una revelación, una suerte de Ganímedes arrancado de su tierra por un Zeus artista que revelaría luego una crueldad tan intensa como su ardor. Olivier Debroise recuperó los ecos de esa voz que dijo: “Manuel me vio pintando allá en mi pueblo y me llevó”. Pero, ¿cómo es que Manuel Rodríguez Lozano llegó a ese pueblo?
Cuenta la leyenda que El Oro, en el Estado de México, fue el lugar de nacimiento de Abraham pero, ¿llegó Manuel/Zeus a raptarlo deslumbrado por su belleza y maravillado por su talento? ¿O el encuentro fue en algún lugar del Olimpo/Ciudad de México?
No hay certeza respecto de la fecha de la colisión entre ellos (y digo colisión por el resultado final), pero sí es posible señalar un rasgo importante: la diferencia de edades. Cuando el 14 de febrero de 1922 (vaya fecha) se sancionó la anulación del matrimonio entre Manuel y Nahui Olin, el primero tenía 30 años de edad y Abraham estaba por cumplir 17 años. Un hecho a señalar no para llamar, antorcha en mano, a una cancelación a destiempo, sino para poner el dedo en eso tan común en la época: relaciones asimétricas, violentas, entre artistas y sus mus@s (que eran en realidad artistas por derecho propio). Algo que lamentablemente aún ocurre.
Los mitos fundacionales de la sexodiversidad no están exentos de este tipo de situaciones y es preciso reconocerlo. El mundo del arte no estaba ni está libre de violencias y toxicidades, apropiémonos de lo no ético de nuestro consumo estético y hablemos, alto y claro, sobre ello. Disfrutando lo positivo y denunciando lo condenable. Esto sin caer en la revictimización.
Abraham Ángel, adolescente pintor, estuvo en desventaja al relacionarse con Rodríguez Lozano sí, pero ver solo esa dimensión termina por violentar su recuerdo y minimizar su legado. Uno que no fue tan numeroso como debió pero que sin duda nos asombra y nos seduce con una ingenuidad que hoy podríamos calificar como pretendida pues, detrás de los retratos que pintó hay mucho más. Esos trazos casi esquemáticos y el uso de color tendiente a la ruptura con la cotidianidad, encierran historias susceptibles de reconstruirse no solo desde la anécdota vertida en la obra sino por la revisión histórica de una existencia breve que, llevada al límite (por otros y por su contexto), se vivió intensamente.
Autorretrato (1923). Acervo del Museo Nacional de Arte (Munal).
En su autorretrato, por ejemplo, es posible reconocer una versión simplificada de ese pueblo del que (cierto o no) se lo llevó Manuel. El terreno sobre el que están esparcidas unas casas pequeñas y una iglesia, es irregular y una especie de olas progresivas dan la sensación de profundidad. Las pequeñas lomas en el terreno parecen seguir el patrón marcado por los hombros y las ondas en el cabello del joven en el primer plano. Él y el pueblo también se asemejan en los tonos terrosos y amarillentos elegidos. La conexión del joven con ese poblado se hace evidente por el camino de tierra —el único presente en la pieza— que parece salir de su hombro izquierdo para llegar hasta la puerta de la casa a los pies de un árbol. La ubicación y avance hacia el segundo plano de la obra, además de anclarlo a esa tierra, hace pensar que ese fue el sendero seguido por Abraham para llegar hasta el punto donde posaría para su autorretrato. ¿Pero ante quién? ¿Él mismo? ¿Manuel? ¿Nosotros?
Los trazos ganan precisión en el rostro y se hace manifiesta su intención de realismo para con los rasgos de quien se está representando. Los labios gruesos y la fineza de la nariz, acentuada por el medio perfil, se coronan por un par de cejas de mediano grosor, latigazos negros que cobijan a unos ojos pequeños, semirrasgados, que observan de manera oblicua a algo o a alguien. ¿A Manuel? ¿A nosotros?
Es la mirada el elemento que sin lugar a dudas sensualiza a la pieza. Es, podemos decir, el elemento principal para lograrlo, ¿ha sentido usted el efecto de esos ojos? El arco de la ceja izquierda se eleva y permite dar seguimiento a la elongación de un cuello que sirve como pedestal para un rostro embellecido que juzga y valora a algo o alguien, ¿a Manuel? ¿A nosotros?
El cuello, la boca carnosa y las cejas se convierten en armas para la seducción, pero es la mirada esquiva la que permite al espectador, a nosotros, llevar el rol activo en ella. Los ojos de Abraham evaden a los del espectador para evitar la confrontación y se convierten en invitación al juego. ¿Quiere usted jugar? La mirada no seduce retando, lo hace suavemente, sin mirar directamente. Parece pícara y hasta esperanzada en lo que observa de soslayo (nosotros), como casi seguro de que concretará la huida (una vez más).
Pese al trágico final de Abraham podemos hoy proclamar su triunfo en el juego. Nos seduce eternamente desde su producción pictórica —ya centenaria— y en octubre próximo cumplirá un siglo de ser, para siempre, una revelación deslumbrante pero también promesa incumplida. Descarnado, reintegrado al plano astral, como dijo José Juan Tablada, el joven pintor se reafirma como una invención (suya y de Manuel) y como un ángel del santoral sexodiverso que nos ancla en la historia y nos eleva a los cielos.
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