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Foto del escritorIgnacio Torres

Délfico, gráfico, fílmico: Orozco

Anteojos circulares, bigote que parece intencionalmente recortado para remarcar unas comisuras caídas —como en rictus de permanente amargura o tristeza o simple desgano—, abrigado como puede y lo más que puede, nieve por doquier, paleándola con una sola mano  (porque solo tiene una) para despejar la entrada del minúsculo estudio en el que vive. Es Nueva York, es invierno, es José Clemente Orozco… 


Así inicia la película biográfica del pintor que se estrenó en 1974. Habían pasado 25 años desde la muerte del jalisciense y de los Estudios Churubusco surgió En busca de un muro, la que sería la primera biopic (“basada en…” advierten en los créditos iniciales) sobre uno de los llamados “tres grandes” del arte mexicano. De hecho, durante muchos años Orozco sería el único convertido en personaje cinematográfico, encarnado por —ni más ni menos— Ignacio López Tarso. Fue hasta 2010 que se estrenó El mural, película sobre el Ejercicio plástico realizado por David Alfaro Siqueiros en Argentina. 


Resulta interesante que fuera precisamente el menos dado a lo mediático el primero en transfigurarse en protagonista del celuloide. Hecho que seguramente Diego Rivera ve hoy (desde arriba o desde muy abajo, según usted decida) como una afrenta personal. Él, tan volcado a la declaración escandalosa, tan atento a las cámaras y al protagonismo, espera aún una cinta de fáctica ficción que idealice —aún más que él, de ser posible— su vida. Esto es también interesante puesto que es una nueva querella que se suma a las muchas sostenidas en vida por Orozco y Rivera. 



¿Qué queda cuando se deja de existir y se pasa al plano de la figura referencial? En el caso de los artistas plásticos no es solo su obra, lo son también sus pleitos, amistades, enamoramientos y decepciones. La vida toda, a veces convertida en película.


¿Qué nos queda hoy de Orozco? Se cumplen 75 años de su muerte (7 de septiembre de 1949) y la lectura que hacemos sobre él se centra en los murales realizados en la Ciudad de México, cuna de todos los movimientos (¿alguien ordenó centralismo en las rocas?), así como los que dejó en Guadalajara, Orizaba, Jiquilpan y en Estados Unidos. Sin embargo, su obra no se reduce al muro. Por más maravilloso que sea lo vertido en ese soporte fue otro el que, en mi opinión, posibilitó la detonación de la carrera artística del jalisciense. Y fue precisamente durante su estancia en Nueva York, entre 1927 y 1934, retratada en la película, que exploró una avenida más acotada en dimensiones y de fácil movilidad: la gráfica. 


Algunos minutos más adelante de la secuencia inicial de En busca de un muro entra en la trama quien, tanto en el filme como en la realidad, se convirtió en un personaje central para el devenir de la obra orozquiana: Alma Reed (Iran Eory en la cinta). La periodista se convirtió en la promotora de Orozco y, de cierta manera, ocupó el lugar que había dejado vacante Anita Brenner (Susana Alexander), de quien el artista jalisciense se había distanciado al poco de llegar a Nueva York. 


La formación de la dupla Orozco-Reed retomó un proyecto gráfico que el pintor había iniciado a pedido de Brenner: una serie de dibujos con tema revolucionario. Empezó a dibujar en México y continuó la tarea en Nueva York de modo que se amplió mucho más allá del encargo original que no llegaba a diez piezas. Esos dibujos a grafito, y algunos gouaches, resultaron de interés para Reed quien, apoyada por Eva Sikelianos (Andrea Palma, en el filme) —cuyo retrato a manos de Orozco se encuentra en el Museo Carrillo Gil de la Ciudad de México—, promotora de la antigua cultura helénica y de los festivales Délficos, logró que se expusieran en la galería neoyorquina de Marie Sterner y luego en París —en la galería Fermé la Nuit—. Las piezas, hermosas en su abrumadora brutalidad, tuvieron una vida expositiva prolongada que se extendió a otros espacios con lo que circuló también el nombre de su creador. La aparición constante del apellido Orozco en la prensa y la fundación de Delphic Studios junto con Reed, llevó luego a la oferta de muros y comisiones de museos. Así, la búsqueda que detonó el viaje y tituló a la película, se concretó en 1930 cuando pintó el Prometeo en el Pomona College, en Claremont, California. Entre ese año y el siguiente pintó otro conjunto mural en la New School for Social Research de Nueva York y después su Épica de la civilización americana en el Darmouth College de Hanover, Nueva Hampshire. 



En todos estos encargos murales subyace un tema que, me parece, fue fundamental para Orozco durante toda su carrera: la búsqueda de la libertad. Ya fuera la libertad política y social mediante la lucha armada o la pelea silenciosa en contra de un sistema económico que oprime mientras funciona y aniquila cuando hace crash. La libertad creativa, sin duda, es otra arista de esa misma búsqueda que pudo continuar gracias a la aceptación, pero también al cuestionamiento y al abierto rechazo, de la serie de dibujos revolucionarios que se tituló Mexico in revolution sobre la que Reed escribiría en remembranza: “El artista siempre fusionó los violentos hechos externos con el sentimiento subjetivo que evocan, de tal modo que hasta la más brutal situación conmueve al corazón más de lo que desagrada a la vista”. Así, la traducción gráfica de los recuerdos bélicos del artista —quien formó parte del contingente carrancista entre 1914 y 1917 al lado del Dr. Atl— fue el catalizador de una carrera que comenzó en el monocromo y el pequeño formato (fue inicialmente caricaturista de prensa) y llegó después al color y a lo más grande. Sin embargo, los orígenes siempre encuentran la manera de hacerse presentes y en el conjunto mural que realizó en la Biblioteca Gabino Ortiz en Jiquilpan, Michoacán, volvieron dos elementos de Mexico in revolution: el tema revolucionario y el blanco y negro. Titulado Alegoría de la mexicanidad el conjunto retoma la violencia presenciada por Orozco quien la volvió a traducir, ahora en gran formato, para presentar a la mutilación, la masa irreflexiva, el pillaje, el combate y la muerte frente al paredón, como elementos fundacionales de la mexicanidad posrevolucionaria.


José, Clemente y Orozco, se ha dicho por ahí, son los tres grandes de la pintura nacional. Se comparta o no la certeza de tal desdoblamiento para acaparar el triduo de la plástica celestial, cierto es que en la obra orozquiana se encuentra una multiplicidad de grandes piezas unidas por una búsqueda incesante, ya no de un muro sino de cualquier medio de expresión. 



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