El miércoles 9 de octubre de 1918 el periódico El Pueblo publicó lo siguiente en su primera plana: “Anoche, poco antes de las diez y media, falleció en un sanatorio de esta ciudad el conocido artista mexicano Saturnino Herrán, que perdió la vida a consecuencia de un viejo padecimiento que había minado hondamente su salud”. La breve nota continúa detallando la causa de muerte, “un estrechamiento en el esófago”, para concluir con una sucinta valoración de su obra: “Sus producciones gozan de gran prestigio técnico y estético entre los artistas y conocedores, quienes tienen al señor Herrán en el más alto y honroso concepto”.
¿Cuánto perdemos cuando muere un artista joven? Es difícil responder puesto que se deja de hablar de promesa por verificar para cambiarla por una que, al quedar incumplida, promete eternamente. Promesa que cifra su continuidad en su imposibilidad.
Al día siguiente, 10 de octubre, en el mismo diario se publicó una nota más extensa en la que se lamenta la genialidad perdida. Lamento que es alabanza. “Toda la melancolía crepuscular de la raza; todo el tumulto trágico, todos los ímpetus semibárbaros que fluyen de nosotros, como fluían de los hombres de la Edad Media, lo tradujo este muchacho genial en soberanas figuras. Tenía la intuición de su México y aún de su América”. Era un pintor, se añade, que captó “el alma de la Patria”. Alma que para ese momento era ya posrevolucionaria y que comenzaba a disfrutar de una paz —pasajera, lo sabría después— bajo el mandato presidencial de Venustiano Carranza y su gobierno constitucional emanado de la Revolución.
La promesa, sin embargo, se había sellado 14 años antes. En 1904 participó en la exposición de los alumnos de Antonio Fabrés en la que obtuvo una mención honorífica. El pintor, de 17 años de edad en ese momento, era visto como una gran esperanza para la plástica de la nación: “Sus adelantos son rápidos y admirables; honran a su maestro y a sus propias facultades. Es muy joven y tiene un vasto porvenir”, señaló José Juan Tablada en una nota sobre la exposición. Vendrían luego La ofrenda y La tehuana, que confirmaron su genialidad.
En 1914, cuatro años antes de su muerte, le comisionaron un mural para decorar el Palacio de Bellas Artes. La construcción estaba detenida en ese momento, por lo que debió trabajar en paneles. De los tres planeados solo terminó uno pero hizo estudios para los otros dos, entre los que destaca Nuestros dioses antiguos. Cinco indígenas prehispánicos forman un grupo de belleza idealizada en el que el lenguaje corporal es elemento central. Hay una idealización del tema retratado, en este caso, la grandeza prehispánica.
De acuerdo con Alicia Azuela en este panel destacan elementos como indios de cuerpos lánguidos, sumisión, exaltación del mundo prehispánico como pasado grandioso, además de evocaciones de nostalgia modernista que proclaman un edén campirano cuyo símbolo es el indio. Esta pieza, abunda Azuela, preludió el afán muralista de tratar “grandes temas” con fines doctrinarios en la esfera pública. Sin embargo, lo campirano es, se puede decir, una deducción, un cierre visual a partir de la asociación del campo con lo indígena. Pero al observar la obra con atención destaca el fondo: no está claro dónde se encuentran los retratados. A primera vista pareciera que van en procesión frente a un templo o pirámide, pero al mirar detenidamente se hace evidente que se trata de un elemento prácticamente liso, una suerte de telón de fondo que hace pensar que lo visto se trata de algo premeditado. Una puesta en escena.
Al colocar a los cinco retratados en un “no lugar”, pues no hay referencia de dónde se encuentran, Herrán permitió que la atención se centrara en los cuerpos y su lenguaje. Uno que parece ofrecer doble lectura y mensajes velados.
Las figuras humanas, casi como labradas en estatuaria, representan esa grandeza del pasado, con lo que la semidesnudez está justificada. Sin embargo, la mirada del espectador puede tomar otro camino y desear esas musculaturas elásticas que, aunque en taparrabos y con penachos, recuerdan la constitución corporal de las estatuas griegas y romanas.
Aunque tres de las cinco figuras ocultan o desvían la mirada, las dos que están en el tercer plano, con los rostros apenas asomados, sí observan directamente e inician, con quien lo deseé, un duelo de miradas que desean, que objetivan, que incluso fetichizan. Los demás, juegan de otra manera:
Uno baja la mirada, coloca el rostro de perfil y abre el brazo izquierdo mientras que acerca el derecho al cuerpo para posar la palma de la mano sobre el muslo firme. El que está detrás de él mira al horizonte, pero, sabiéndose observado, alza la cara con orgullo y la enmarca con el brazo derecho que dobla frente al pecho para llevar el dorso de la mano a la barbilla. El tercero de los que están hacia el frente simplemente baja la mirada, abre los brazos a sus costados, mostrando las palmas de las manos y se reafirma en un lánguido contraposto, dejándose observar.
Divinidad y sensualidad se entremezclan en la composición. Los cinco hombres, ya se dijo, están en un “no-lugar” pero también en un “no-tiempo” que los hace eternos, como la grandeza mexicana. Construcción discursiva que iniciaba su popularidad en esos años. Herrán, quizá en un esfuerzo de combinar humanidad y divinidad, entregó al espectador cinco cuerpos de posturas alejadas de las que tienen los dioses prehispánicos: todos son más lánguidos que osados y más sensuales que hieráticos.
No hay bravura en pos de la batalla sino suavidad en la espera. La quietud de los retratados hace pensar en un acomodo deliberado para ser observados, una suerte de performance en el que el hombre del primer plano y los dos del segundo, calcularon dónde colocarse, a dónde mirar y la disposición de piernas y brazos. Mientras que los dos hombres del tercer plano, semicubiertos por los tres primeros, tienen la misión de observar en el observador el efecto de lo planeado, por eso lo miran directamente.
¿Cómo habría sido el muralismo mexicano de haber vivido Saturnino Herrán? Solo queda imaginar.
Yo recuerdo la obra "La Ofrenda" por mi libro de texto gratuito. Nunca he tenido la oportunidad de ver alguna de sus obras en vivo y a todo color, pero me parecen de una belleza absoluta.